El único éxito de la rebelión militar nació de un raro azar que le permitió a un hombre mandar un mensaje a través de la televisión Todav ía f u mábamos. Vista a la distancia de casi veinte años, la imagen de un apartamento lleno de nubes de humo ahora me parece imposible. Todas esas manchas también crujieron aquella madrugada, cuando sonó el teléfono. Mi memoria no recuerda quién llamó; sólo retiene ese sonido agudo, el rin que raspó las sombras. ¿Están viendo lo que está pasando?, supongo que algo así debió decir la voz al otro lado de la línea. No teníamos ni idea. Habíamos salido de una cena a las 11:00 de la noche. Yo tenía la intención de pararme en algún lugar a comprar cigarrillos, pero mi mujer me convenció de seguir directo, rumbo a la casa. El 4 de febrero nos sorprendió buscando colillas en los ceniceros. Fue un acto esencialmente solitario. Era un grupo de hombres armados que, aprovechando la sorpresa y la oscuridad, intentaban tomar por asalto el poder. No había, en esta violencia, ninguna intención de diálogo con el mundo civil, con el pueblo. El mejor retrato de aquella fecha muestra una tanqueta tratando de trepar por los escalones del Palacio de Miraflores. Esa imagen es una autopsia perfecta. No estábamos ante la expresión de una desbordada manifestación popular, de una rebelión que sumaba el descontento de los diferentes sectores del país. No. No había nadie en las calles. El 4-F era la soledad absurda de un arma militar, empeñada ciegamente en imponerle su condición a la realidad. Los canales de televisión repetían la secuencia ante nuestras atónitas miradas. En aquellos años no existía ninguna ley, ningún reglamento, que regulara o que prohibiera a los medios de comunicación registrar y transmitir lo que ocurría. Ningún canal fue acusado de golpista o de traidor a la patria por poner en su pantalla lo que estaba sucediendo. La sensación general de casi todos los ciudadanos era la perplejidad. Estábamos viendo una película que parecía lejana, casi extranjera, y que sin embargo era muy nuestra, nos estaba pasando a nosotros. En algún lugar de eso que llamábamos país se estaban cayendo a tiros. La relación de los venezolanos con el intento de golpe fue fundamentalmente mediática. Sumamos rating, nada más. Antes de su aparición en la televisión, antes de la irrupción de carisma mediático, no existía ningún vínculo entre los militares y el resto del país. Todos asistíamos a un espectáculo tan sorpresivo como desconcertante. Era una violencia que no tenía discurso. El único éxito de la rebelión militar nació de un raro azar que le permitió a un hombre mandar un mensaje a través de la televisión. Ese fue el único momento en que la intentona solitaria de un grupo de milita res tuvo trascendencia colectiva, resonancia nacional. Pretender que en ese instante se produjo, entonces, la ahora tan cacareada "unión cívico-militar" es proponer una versión religiosa, por no decir mística, de nuestra historia. Pero en esa faena llevan años, tratando de que todos creamos que el 4 de febrero del 92 hubo un milagro. ¿Cómo puede u n del ito trabucarse en una fecha patria? ¿Cómo puede un crimen terminar convertido en un "Día de la dignidad nacional"? Entre aquella madrugada y la versión que hoy distribuye el Gobierno se encuentra el proceso perverso de un poder que pretende sacralizarse. Es un golpe que viaja ahora en sentido contrario, generando e imponiendo su violencia desde la retórica oficial. "El 4 de febrero despertó nuestro Libertador Simón Bolívar", canta el nuevo himno de la nueva república. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué? El poder sólo sabe enfrentar las preguntas con letanías. Es un procedimiento que falsea la historia, que ensaya una construcción épica, que reescribe los hechos no desde la fragmentación plural sino desde el único afán de santificarse. Para el Gobierno, recordar de otra manera también podría ser una forma de traición. La memoria es ahora un ejercicio de disidencia. Más allá de cualquier debate político, más allá de la polarización y de la llamada batalla ideológica, lo que para cualquiera puede resultar moralmente inaceptable es que, en esa madrugada del 4 de febrero, la mayoría de los soldados que participaron en el golpe no sabían qué ocurría en realidad, fueron llevados hasta las balas bajo engaño. En un claro caso de abuso de poder, indignante y cobarde, los líderes se aprovecharon de su autoridad y usaron a inocentes subordinados como carne de cañón. Por supuesto: hubo muertos. Este solo hecho debería bastar para expulsar esa fecha de cualquier altar de la historia. El 4-F tiene más miseria que gloria. Está muy cerca de las masacres de El Amparo, de Cantaura y de Yumare... Su única dignidad posible es la justicia. Todavía no ha llegado. abarrera60@gmail.com |
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